Recuerdo que, cuando tenía 3 años, a la hora del recreo nos daban un vaso de leche para almorzar. A mí no me gustaba la leche y todos los días montaba un circo en el colegio por ello. A la maestra, en ese momento, se le ocurrió que sería buena idea añadirle cacao en polvo para ver si así me la tomaba. Mi madre, dispuesta a probar cualquier cosa para que yo comiera más alimentos, compró un bote de Cola Cao y lo llevó al día siguiente para que se le añadiera a mi vasito de leche. Evidentemente, aquel vasito marrón, lleno de cacao y azúcar, me encantó. La hora del almuerzo dejó de ser un drama y muchos compañeros de clase empezaron a pedir su leche con el preciado cacao. Y ya en casa, pasó a ser mi desayuno (y muchas veces mi cena) durante muchísimos años.
Ahora echo la vista atrás y me doy cuenta de que mi cuerpo, desde bien pequeña, era muy sabio. Mi tolerancia a los lácteos es más bien escasa y, sin embargo, ha sido al comenzar mi vida paleo cuando me he dado cuenta de ello. Cuando vivía con mis padres, todos los días tomaba un par de vasos de leche, ya fuera con cacao en polvo o café. Como mi comida favorita era (y sigue siendo) el queso, prácticamente todas las noches tomaba alguna cuña, o me hacía un bocadillo de queso para merendar, o pedía una loncha en mi pechuga de pollo o mi filete de carne… Vamos, que me atiborraba de lácteos todas las semanas.
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